ESSILIO PARA UNA PALABRA
ESSILIO PARA UNA PALABRA
Una vez (aquel lunes, ¡cómo lo recuerdo!) amanecí con un propósito junto a mi almohada: organizar mi vida. Para ello era necesario empezar por una exhaustiva limpieza de todos sus enseres.
Regué mi planta, ese raquítico brote de garbanzo que a veces me daba por sembrar. Agradecido, dio un estirón y se inclinó como en una reverencia, sin poder aguantar su peso. Después peiné a Gato que, puesto ya en refinamientos, me pidió un baño. Buceó dentro de la tina salpicándolo todo, pero a mí no me importaba la mojadura. Al salir, le puse su albornoz y se sentó a oler un rayo de sol que se colaba por la ventana. Siguiendo mi tarea, me armé con un plumero: el teclado del piano estaba hecho una pena. Nota a nota, lo limpié, y yo sola me reía: vino a mi mente el recuerdo de aquella vez en que desaparecieron las teclas negras y tuve que tocar en do mayor. Sólo había sido una broma, menos mal; al cabo de un rato otra vez estaban allí, pero yo me asusté un poco.
Después le tocó el turno a mi estantería. Delicadamente fui acariciando los libros, uno a uno, con el plumero hasta que de pronto me pareció oír el sonido de algo que se estrellaba contra el pavimento; debía de ser algo muy pequeño, pensé. Y en efecto, era un palabra que se había caído del diccionario. Estaba allí desplomada, desvalida como un pájaro fuera de su nido. Con mucho cuidado la tomé entre mis dedos y, como pude, abrí el diccionario por la ese para ponerla en su sitio. Vi su espacio vacío entre otros dos vocablos y quise colocarla allí, pero el espacio se cerró repentinamente como la cueva de Aladino y no pude, así que la guardé en mi caja de palabras. Pero al poco tiempo mala sorpresa hube de encontrar: las demás palabras habían armado un tremendo alboroto hasta que la expulsaron. Por lo visto, su etimología no estaba muy clara, decían: que ni del latín, ni del árabe, ni tan siquiera del sánscrito. Xenofobia, eso es lo que era. Tenía gracia, ¡con la de barbarismos que vivían en esa caja!, yo misma los había guardado, no iba a
matarlos.
Bueno, pues tendría que buscarle otro aposento. No tuve más remedio
que sacar de su cajita de cristal la lágrima de oro que una vez lloró mi bailarina de porcelana cuando, al limpiarla, le disloqué un tobillo, ¡qué brusca soy! Como era pequeña (sólo cinco letras la formaban), allí la acomodé y parecía encontrarse a gusto.
Pero un día, a mi palabra se le murió una de sus cinco letras; ya
sólo le quedaban cuatro. Yo no sabía lo que pasaba, así que escribí un signo de interrogación y lo coloqué a su lado; ella me respondió perdiendo otra letra. Estaba claro, se sentía sola. Le rogué al número siete, con el que mantenía yo buenas relaciones, que la acompañara en su exilio, y así lo intentó, pero de todos es sabido lo mal que casan verbo y guarismo: el siete abandonó la cajita cariacontecido y volvió a su multiplicación, que, por cierto, había dejado descabalada.
Tres letras le quedaban, tres, pero en un suspiro que se me escapó, otra echó a volar. Decidí no volver a suspirar ni a abrir la cajita para evitar nuevas desgracias, pero entonces, de las dos que quedaban, una, que sufría claustrofobia, se suicidó. Apareció muerta aquella resplandeciente mañana de mayo, ¡qué pena! Y para colmo, Gato se la comió; debía de ser una "o", porque los ojos se le pusieron de pronto muy redondos.
Así pues, sólo quedaba ya la inicial de la estinta palabra: una solitaria "ese" que a veces me despertaba por las noches con su silbido. Yo no sabía qué quería. La puse junto al radiador por si se quejaba de frío, pero no, no era eso. Entonces la puse en libertad para que ella misma escogiera su modo de vida, pero convulsionaba, se revolvía deformando sus curvas, adoptando incluso la estirada forma de una "i".
A todo esto, el brote de mi garbanzo acababa de secarse y pensé que debía reemplazarlo, pero no me quedaban más en la bolsa porque había hecho un cocido. Bueno, desesperada, se me ocurrió sembrar la ese. Al cabo de unos días germinó, y al cabo de otros días, era una preciosa planta que dio en crecer y crecer. Yo la abonaba con los trozos de letras que me sobraban de escribir cuentos, y ella parecía agradecerlo. En breve, empezaron a aparecer minúsculos pámpanos que, cuando tomaron su forma definitiva, eran perfectas eses. Claro, si siembras guisantes, te salen guisantes. Si siembras escarabajos, quizá no salga nada, pero si siembras letras, te salen letras.
Sibilantes, serenas y sumisas eses surgieron suspendiéndose sinuosas de sus saludables sarmientos.
La mata, con mucho orgullo por sus vástagos, me dejaba que se las arrancara. Según las desprendía brotaban otras nuevas. Les regalé muchas a mis amigos: siempre son necesarias, la gente es muy aficionada a los plurales, nunca están de más. Adorné mi casa con las más perfectas. El singular desapareció de mi léssico, y a Gato le hice un collar. Otras vuelan libres; vivo en un continuo silbido, pero ya me he habituado.
El otro día, nació una realmente bonita. Se la llevé a mi amigo el orfebre y la bañó en oro. Ahora se ha convertido en un adorno para mi pelo. La tengo siempre puesta. Yo ya no oigo nada, será la costumbre, pero disen que cuando me aserco a alguien, la oyen silbar.
TEQUILA
Una vez (aquel lunes, ¡cómo lo recuerdo!) amanecí con un propósito junto a mi almohada: organizar mi vida. Para ello era necesario empezar por una exhaustiva limpieza de todos sus enseres.
Regué mi planta, ese raquítico brote de garbanzo que a veces me daba por sembrar. Agradecido, dio un estirón y se inclinó como en una reverencia, sin poder aguantar su peso. Después peiné a Gato que, puesto ya en refinamientos, me pidió un baño. Buceó dentro de la tina salpicándolo todo, pero a mí no me importaba la mojadura. Al salir, le puse su albornoz y se sentó a oler un rayo de sol que se colaba por la ventana. Siguiendo mi tarea, me armé con un plumero: el teclado del piano estaba hecho una pena. Nota a nota, lo limpié, y yo sola me reía: vino a mi mente el recuerdo de aquella vez en que desaparecieron las teclas negras y tuve que tocar en do mayor. Sólo había sido una broma, menos mal; al cabo de un rato otra vez estaban allí, pero yo me asusté un poco.
Después le tocó el turno a mi estantería. Delicadamente fui acariciando los libros, uno a uno, con el plumero hasta que de pronto me pareció oír el sonido de algo que se estrellaba contra el pavimento; debía de ser algo muy pequeño, pensé. Y en efecto, era un palabra que se había caído del diccionario. Estaba allí desplomada, desvalida como un pájaro fuera de su nido. Con mucho cuidado la tomé entre mis dedos y, como pude, abrí el diccionario por la ese para ponerla en su sitio. Vi su espacio vacío entre otros dos vocablos y quise colocarla allí, pero el espacio se cerró repentinamente como la cueva de Aladino y no pude, así que la guardé en mi caja de palabras. Pero al poco tiempo mala sorpresa hube de encontrar: las demás palabras habían armado un tremendo alboroto hasta que la expulsaron. Por lo visto, su etimología no estaba muy clara, decían: que ni del latín, ni del árabe, ni tan siquiera del sánscrito. Xenofobia, eso es lo que era. Tenía gracia, ¡con la de barbarismos que vivían en esa caja!, yo misma los había guardado, no iba a
matarlos.
Bueno, pues tendría que buscarle otro aposento. No tuve más remedio
que sacar de su cajita de cristal la lágrima de oro que una vez lloró mi bailarina de porcelana cuando, al limpiarla, le disloqué un tobillo, ¡qué brusca soy! Como era pequeña (sólo cinco letras la formaban), allí la acomodé y parecía encontrarse a gusto.
Pero un día, a mi palabra se le murió una de sus cinco letras; ya
sólo le quedaban cuatro. Yo no sabía lo que pasaba, así que escribí un signo de interrogación y lo coloqué a su lado; ella me respondió perdiendo otra letra. Estaba claro, se sentía sola. Le rogué al número siete, con el que mantenía yo buenas relaciones, que la acompañara en su exilio, y así lo intentó, pero de todos es sabido lo mal que casan verbo y guarismo: el siete abandonó la cajita cariacontecido y volvió a su multiplicación, que, por cierto, había dejado descabalada.
Tres letras le quedaban, tres, pero en un suspiro que se me escapó, otra echó a volar. Decidí no volver a suspirar ni a abrir la cajita para evitar nuevas desgracias, pero entonces, de las dos que quedaban, una, que sufría claustrofobia, se suicidó. Apareció muerta aquella resplandeciente mañana de mayo, ¡qué pena! Y para colmo, Gato se la comió; debía de ser una "o", porque los ojos se le pusieron de pronto muy redondos.
Así pues, sólo quedaba ya la inicial de la estinta palabra: una solitaria "ese" que a veces me despertaba por las noches con su silbido. Yo no sabía qué quería. La puse junto al radiador por si se quejaba de frío, pero no, no era eso. Entonces la puse en libertad para que ella misma escogiera su modo de vida, pero convulsionaba, se revolvía deformando sus curvas, adoptando incluso la estirada forma de una "i".
A todo esto, el brote de mi garbanzo acababa de secarse y pensé que debía reemplazarlo, pero no me quedaban más en la bolsa porque había hecho un cocido. Bueno, desesperada, se me ocurrió sembrar la ese. Al cabo de unos días germinó, y al cabo de otros días, era una preciosa planta que dio en crecer y crecer. Yo la abonaba con los trozos de letras que me sobraban de escribir cuentos, y ella parecía agradecerlo. En breve, empezaron a aparecer minúsculos pámpanos que, cuando tomaron su forma definitiva, eran perfectas eses. Claro, si siembras guisantes, te salen guisantes. Si siembras escarabajos, quizá no salga nada, pero si siembras letras, te salen letras.
Sibilantes, serenas y sumisas eses surgieron suspendiéndose sinuosas de sus saludables sarmientos.
La mata, con mucho orgullo por sus vástagos, me dejaba que se las arrancara. Según las desprendía brotaban otras nuevas. Les regalé muchas a mis amigos: siempre son necesarias, la gente es muy aficionada a los plurales, nunca están de más. Adorné mi casa con las más perfectas. El singular desapareció de mi léssico, y a Gato le hice un collar. Otras vuelan libres; vivo en un continuo silbido, pero ya me he habituado.
El otro día, nació una realmente bonita. Se la llevé a mi amigo el orfebre y la bañó en oro. Ahora se ha convertido en un adorno para mi pelo. La tengo siempre puesta. Yo ya no oigo nada, será la costumbre, pero disen que cuando me aserco a alguien, la oyen silbar.
TEQUILA
9 comentarios
pokito -
salud
tequila -
Un besote:
Lola.
Pablo -
Pero que muy bueno, sí señor.
tequila -
Me encantó tu comentario. Un abrazo:
Tequila.
Chinpón -
NOFRET -
Cerro -
Un verdadero gustaso. Abrasos
tequila -
Por eso, gracias, y por tus piropos.
Un abrazo:
Lola.
Goreño -